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Jorge GdO

13/11/14

Agricultura: La nueva revolución verde

Algo está matando la mandioca de Ramadhani Juma. «Tal vez sea el exceso de agua –dice, tomando un puñado de hojas amarillentas y marchitas de una planta de dos metros de altura–. O de sol.» Juma cultiva un terreno de menos de media hectárea cerca de la ciudad tanzana de Bagamoyo, a orillas del Índico, unos 60 kilómetros al norte de Dar es Salaam. Es una lluviosa mañana del mes de marzo y Juma, seguido por dos de sus cuatro hijos, está hablando con un técnico de la capital llamado Deogratius Mark, de 28 años, que trabaja en el Instituto de Investigación Agrícola de Mikocheni. Mark le dice a Juma que el problema no es ni el sol ni la lluvia. Los verdugos de la mandioca, tan minúsculos que se escapan a la vista, son virus.

Cuando Mark arranca un par de hojas húmedas, salen volando varias moscas blancas. Estos insectos, del tamaño de la cabeza de un alfiler, transmiten dos virus, explica. Uno devasta las hojas; el otro, llamado virus del estriado marrón, destruye la raíz comestible, rica en fécula, una catástrofe que no suele descubrirse hasta que llega el momento de la cosecha. Todos los días Mark visita a agricultores como Juma, que nunca han oído hablar de la virosis. «¿Se imagina usted qué disgusto si le digo que tiene que arrancar todo esto?», me dice Mark en voz baja.

Juma escucha atentamente. Acto seguido de­­sentierra una raíz y la parte con un golpe de azada. Suspira: la carne blanca y cremosa presenta listas amarronadas de almidón podrido.

Si quiere salvar suficiente cultivo como para vender y alimentar a los suyos, Juma tendrá que cosechar con un mes de adelanto. Le pregunto hasta qué punto depende de la mandioca.

«Mihogo ni kila kitu», responde en swahili: la mandioca lo es todo.

La mayoría de los tanzanos son agricultores de subsistencia. Más del 90% de las cosechas africanas se cultivan en pequeñas explotaciones familiares, y la mandioca es el alimento básico de 250 millones de personas. Crece hasta en los suelos menos rentables y soporta olas de calor y sequías. Sería el cultivo perfecto para el África del siglo XXI… si no fuese por la mosca blanca, cuya área de distribución se amplía a medida que el clima de nuestro planeta se calienta. Los mismos virus que han invadido el cultivo de Juma ya se han extendido por todo el este de África.

Antes de marcharnos de Bagamoyo conocemos a un vecino de Juma, Shija Kagembe, cuyos campos de mandioca no han corrido mejor suerte. Escucha en silencio cuando Mark le explica los efectos de los virus. «¿Y qué ayuda pueden prestarnos?», pregunta.

Responder a esa pregunta será uno de los grandes desafíos de este siglo. El cambio climático y el aumento demográfico complicarán cada vez más la supervivencia de Juma, Kagembe y otros pequeños agricultores de los países en vías de desarrollo, así como de quienes se alimentan de sus cultivos. Durante gran parte del siglo XX la humanidad se las arregló para salir vencedora en la carrera malthusiana entre el crecimiento demográfico y el suministro de alimentos. ¿Seguiremos llevando las de ganar en el siglo XXI? ¿O seremos víctimas de una catástrofe de escala planetaria?

La ONU predice que en 2050 la población mundial habrá sumado más de 2.000 millones de personas. La mitad de ellas nacerán en el África subsahariana, otro 30%, en el sur y sudeste de Asia. Precisamente son estas las regiones donde se prevé que sean más virulentos los efectos del cambio climático: sequías, olas de calor, meteorología extrema en general. El pasado mes de marzo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) advertía de que el suministro de alimentos en el planeta ya corre peligro. «En los últimos 20 años se ha registrado una deceleración en el ritmo de aumento de los rendimientos agrícolas, sobre todo del arroz, el trigo y el maíz –dice Michael Oppenheimer, climatólogo de Princeton y coautor del informe del IPCC–. En algunas zonas los rendimientos se han estancado del todo. En mi opinión, el desmoronamiento de los sistemas alimentarios es la peor amenaza del cambio climático.»

Hace medio siglo se cernía sobre el planeta una amenaza igual de grave. En 1959, durante unas jornadas de debate en la Fundación Ford sobre el hambre en el mundo, un economista afirmó: «En el mejor de los casos, la perspectiva mundial para las próximas décadas es grave; en el peor de los casos, pavorosa». Nueve años después, el superventas de Paul Ehrlich, La explosión demográfica, predecía que las hambrunas acabarían con cientos de millones de personas en las décadas de 1970 y 1980, sobre todo en la India.

Sin embargo, antes de que tan funestos augurios se hiciesen realidad, la revolución verde transformó la agricultura mundial, en especial los cultivos del trigo y el arroz. Con procedimien­tos de selección artificial, el biólogo estadounidense Norman Borlaug obtuvo una variedad enana de trigo que invertía la mayor parte de la energía en generar un grano comestible en lugar de tallos largos no aptos para el consumo. El resultado: más grano por hectárea. En la misma línea, el Instituto Internacional de Investigación sobre el Arroz (IRRI) de Filipinas mejoró espectacularmente la productividad del cereal que alimenta a casi la mitad de la humanidad.

Desde los años sesenta y hasta finales de los noventa, los cultivos de arroz y de trigo en Asia vieron duplicados los rendimientos. Incluso con un incremento demográfico del 60%, los precios de los cereales descendieron, el aporte calórico medio de la población asiática subió un 30% y los índices de pobreza se redujeron a la mitad. Cuando Borlaug fue galardonado con el Premio Nobel en 1970, la Academia afirmó: «Más que ninguna otra persona de esta época, ayudó a llevar pan a un mundo hambriento».

Para continuar avanzando en la misma senda desde este momento hasta 2050 necesitaremos otra revolución verde, sobre cuyo advenimiento hay dos tesis encontradas. Una pone las miras en la alta tecnología y habla de llevar más allá la labor fitotécnica de Borlaug, pero esta vez con técnicas genéticas punteras. «La próxima revolución verde reforzará las herramientas de la anterior», dice Robert Fraley, director tecnológico de Monsanto, galardonado con el prestigioso Premio Mundial de la Alimentación en 2013. Hoy, afirma, los científicos son capaces de identificar y manipular una inmensa variedad de genes vegetales para potenciar rasgos como la resistencia a las enfermedades y la tolerancia a la sequía. Por ese camino se avanza hacia una agricultura más productiva y resiliente.

La tecnología clave de esta opción –una tecnología que ha reportado a Monsanto tantos éxitos como controversias– son los cultivos genéticamente modificados (GM). Introducidos en la década de 1990, se han adoptado en 28 países y sembrado en el 11% del terreno cultivable del mundo (incluido el 50% del estadounidense). En torno al 90% del maíz, el algodón y la soja que se cultivan en Estados Unidos son variedades genéticamente modificadas.

Los estadounidenses llevan casi dos décadas consumiendo alimentos GM, pero en Europa y buena parte de África la polémica sobre su seguridad y sus efectos en el medio ambiente han obstaculizado en buena medida su implantación.

Sus defensores, como Fraley, afirman que gracias a este tipo de cultivos se han evitado pérdidas de miles de millones de dólares solo en Estados Unidos y que en realidad han sido positivos para el medio ambiente.

Un reciente estudio del Departamento de Agricultura de Estados Unidos registra un descenso del 90% en el uso de pesticidas en maizales desde que se introdujo el maíz Bt, que al contener genes de la bacteria Bacillus thuringiensis es menos vulnerable al taladro del maíz y otras plagas. Desde China se informa de una disminución de los perjudiciales áfidos –y un aumento de las mariquitas y otros insectos beneficiosos– en las provincias en las que se ha sembrado algodón GM.

En su búsqueda automática de genes valiosos, la trituradora de semillas de Monsanto corta muestras minúsculas de miles de granos de maíz al día, sin dañar la planta embrionaria del interior. Otras máquinas extraen y analizan el ADN de cada muestra. De este modo los fitogenetistas solo cultivan los contados granos de entre un millón que poseen el rasgo deseado, como la resistencia a una plaga o a la sequía.

Las variedades GM que Fraley desarrolló en Monsanto, en concreto, han reportado beneficios a la empresa y a un gran número de agricultores, pero no han logrado convencer a la opinión pública de las bondades de la agricultura de alta tecnología. Los cultivos Roundup Ready de Monsanto están genéticamente modificados para ser inmunes al herbicida Roundup, también manufacturado por Monsanto. Esto significa que los agricultores pueden pulverizar el herbicida a placer para eliminar las malas hierbas sin miedo a dañar sus cultivos GM de soja, algodón o maíz. El contrato que firman con Monsanto les impide reservar simiente para el futuro: están obligados a adquirir las semillas patentadas cada año.

Aunque no existen evidencias claras de que Roundup o los cultivos Roundup Ready sean inseguros, los defensores de una concepción alternativa de la agricultura ven en esas caras semillas GM un parche oneroso a un sistema descompuesto. La agricultura moderna, aducen, ya depende en demasía de pesticidas y abonos sintéticos que no solamente son inasequibles para los pequeños agricultores como Juma, sino que además contaminan el suelo, el agua y el aire. Los fertilizantes sintéticos se fabrican con combustibles fósiles y constituyen en sí mismos una fuente de emisión de potentes gases de efecto invernadero cuando se aplican a los campos.

«La elección está clara –dice Hans Herren, también galardonado con el Premio Mundial de la Alimentación y director de Biovision, una ONG suiza–. Necesitamos un sistema agrícola que tenga mucho más en cuenta el entorno y los recursos ecológicos. Tenemos que cambiar el paradigma de la revolución verde. La agricultura de alto consumo de recursos no tiene futuro.» En su opinión, existen maneras de contener las plagas y aumentar el rendimiento que se adecúan mejor a los Juma de este planeta.

Monsanto no es la única entidad convencida de que la fitogenética moderna puede ayudarnos a alimentar al mundo. A media tarde de un cálido día de febrero, Glenn Gregorio, fitogenetista del Instituto Internacional de Investigación del Arroz, me muestra el arroz que dio el pistole­tazo de salida a la revolución verde en Asia. Estamos en Los Baños, a unos 60 kilómetros al sudeste de Manila, caminando por el linde de unos arrozales muy especiales, como tantos otros en las 200 hectáreas del instituto.

«Este es el arroz “milagroso”, el IR8», anuncia Gregorio cuando nos detenemos junto a un campo verde esmeralda de tupidas plantas de arroz que nos llegan hasta el muslo. El IRRI, una entidad sin ánimo de lucro, fue creada por las fundaciones Ford y Rockefeller en 1960. Dos años después un fitopatólogo llamado Peter Jennings emprendió una serie de experimentos de hibridación. Disponía de 10.000 variedades de semillas de arroz con las que trabajar. Al octavo cruce (entre una variedad enana de Taiwan y otra de mayor talla procedente de Indonesia) obtuvo la variedad de crecimiento rápido y alto rendimiento que acabaría conociéndose como India rice 8 (IR8) por su papel en la prevención de hambrunas en dicho país. «Revolucionó la producción arrocera en Asia», dice Gregorio.

En nuestro paseo por los arrozales pasamos junto a otras variedades emblemáticas, identificadas con sus respectivos cartelitos de madera cuidadosamente pintados. El instituto lanza decenas de variedades nuevas al año; desde los años sesenta se han plantado en todo el mundo alrededor de un millar. La mejora típica de los rendimientos roza el 1% anual. «Queremos subirlo al 2%», dice Gregorio. Según las proyecciones, hacia el año 2050 la tasa de crecimiento demográfico del planeta, situada ahora en un 1,14%, se habrá rebajado hasta el 0,5%.

Durante décadas el IRRI se centró en mejorar las variedades de arroz tradicionales, cultivadas en campos que se inundan en el momento de la siembra. Últimamente, en cambio, ha puesto sus miras en el cambio climático. Hoy ofrece variedades resistentes a la sequía, entre ellas una que puede plantarse en seco y resistir sin más agua que la de la lluvia, como el maíz y el trigo. También hay una variedad con tolerancia a la sal para países como Bangladesh, cuyos mares en ascenso envenenan los arrozales.

Solo unas pocas variedades de arroz del IRRI son transgénicas (es decir, contienen un gen transferido de una especie diferente) y ninguna de ellas está aún a disposición del público. Una es la golden rice (arroz dorado), que al contener genes de maíz produce betacaroteno; el objetivo: combatir la deficiencia de vitamina A que azota el planeta. El IRRI crea variedades transgénicas solo cuando no consigue identificar el rasgo deseado en el propio arroz, dice el director, Robert Zeigler.

Sin embargo, es cierto que toda la labor fitotécnica del instituto se ha acelerado gracias a la genética moderna. Durante décadas los técnicos del IRRI siguieron con infinita paciencia la receta ancestral: seleccionar las plantas con el rasgo deseado, realizar una polinización cruzada, esperar a que las plántulas alcancen la madurez, seleccionar las que mejor resultado hayan dado, y volver a empezar. Ahora existe una alternativa mucho menos tediosa. En 2004 un consorcio in­­ternacional de investigadores secuenció el genoma completo del arroz, compuesto por unos 40.000 genes. Desde entonces investigadores de todo el mundo se han dedicado a identificar los genes que controlan los rasgos más valiosos, para que puedan seleccionarse directamente.

En 2006, por ejemplo, la fitopatóloga Pamela Ronald, de la Universidad de California en Davis, aisló un gen llamado Sub1 en una variedad de arroz del este de la India. Apenas cultivada por su bajo rendimiento, presenta una característica notable: sobrevive bajo el agua durante dos semanas, cuando la mayoría de las variedades sucumben al cabo de tres días.

Los investigadores del IRRI dirigieron una polinización cruzada entre el arroz con el gen Sub1 y otra variedad llamada swarna, muy apreciada en la India y Bangladesh por su alto rendimiento y su grano sabroso. A continuación cribaron el ADN para determinar qué plántulas habían heredado el gen Sub1. Esta tecnología, llamada selección asistida por marcadores, es más precisa y ahorra tiempo. Los investigadores ya no tuvieron que plantar los especímenes, cultivarlos y a continuación tenerlos dos semanas bajo el agua para descubrir cuáles sobrevivían.

Este nuevo arroz resistente a las inundaciones, llamado swarna-sub1, ya se ha sembrado en casi cuatro millones de explotaciones de Asia, donde las inundaciones destruyen cada año más de 20 millones de hectáreas de arrozal. En un estudio reciente se descubrió que los agricultores de 128 aldeas del estado indio de Odisha, en el golfo de Bengala, han visto sus rendimientos incrementados en más de un 25%.

«Las castas más bajas de la India reciben la peor tierra, que en Odisha es la tierra con mayor riesgo de inundación –dice Zeigler–. O sea, que hablamos de una biotecnología muy sofisticada (un arroz resistente a las inundaciones) que sobre todo beneficia a los más pobres, los intocables. Yo creo que es una gran noticia.»

El proyecto más ambicioso del instituto po­dría obrar una transformación radical del arroz y tal vez elevar los rendimientos a cotas inimaginables. El arroz, el trigo y otras muchas plantas utilizan un tipo de fotosíntesis llamada C3, en referencia a las moléculas de tres átomos de carbono que generan al absorber la luz solar. El maíz, la caña de azúcar y otras plantas, en cambio, utilizan la fotosíntesis C4. Son cultivos que necesitan mucha menos agua y nitrógeno que los C3 «y presentan, por lo general, un rendimiento un 50 % mayor», afirma William Paul Quick, del IRRI. Su plan es transformar el arroz en un cultivo C4 manipulando sus genes.

La fotosíntesis C4, a diferencia de la tolerancia a la inmersión propia del arroz con el gen Sub1, es un rasgo controlado por muchos genes, lo que dificulta su introducción. Por otro lado, explica Quick, «ha surgido por evolución no asistida en 62 ocasiones, lo que sugiere que no puede ser demasiado difícil». Al ir «apagando» genes uno por uno, sus colegas y él están identificando de forma sistemática la totalidad de los genes responsables de la fotosíntesis en Setaria viridis, una gramínea C4 pequeña y de crecimiento rápido. Hasta ahora todos los genes que han encontrado también están presentes en las plantas C3, solo que su función es diferente.

Quick y sus colegas confían en descubrir cómo activarlos en el arroz. «Calculamos que tardaremos como mínimo 15 años –dice–. Llevamos cuatro.» Si lo logran, podrían utilizarse las mismas técnicas para potenciar la productividad de las patatas, el trigo y otras plantas C3. Sería un paso de gigante sin precedentes en materia de seguridad alimentaria; en teoría los rendimientos podrían aumentar un 50 %.

Este tipo de proyecciones han hecho de Zeigler un paladín apasionado de la biotecnología. Según él, el debate público sobre la modificación genética en la agricultura se ha desvirtuado te­­rriblemente. «Cuando yo empecé en los años sesenta, muchos nos lanzamos al campo de la ingeniería genética porque creíamos que podría beneficiar muchísimo al mundo –declara–. Aquellas herramientas nos parecían una maravilla.

«La verdad es que nos sentimos un poco traicionados por el movimiento ecologista. Si quiere que hablemos sobre el papel que deberían tener las grandes empresas en el suministro de alimentos, por mí perfecto: es un tema importantísimo. Pero no tiene nada que ver con si deberíamos o no usar las herramientas que nos ofrece la genética para mejorar los cultivos. Ambos son temas importantes, pero no los confundamos.»

Zeigler decidió su vocación en 1972, tras una temporada impartiendo clases de ciencias como voluntario de los Cuerpos de Paz. «Cuando estuve en la República Democrática del Congo presencié una hambruna de la mandioca –dice–. Entonces decidí dedicarme a la fitopatología.»

¿Qué concepción de la agricultura es la ideal para los agricultores del África subsa­hariana? Hoy, dice Nigel Taylor, genetista del Centro de Ciencias Vegetales Donald Danforth de Saint Louis, Missouri, el virus del estriado marrón puede causar perfectamente otra hambruna de la mandioca. «En los últimos cinco o diez años ha alcanzado cotas de epidemia, y la cosa va a peor –asegura–. Con el aumento de las temperaturas, el área de distribución de la mosca blanca se está ampliando. Lo más preocupante es que el virus se está desplazando hacia el África central; si azota las inmensas áreas de cultivo de mandioca del oeste de África, tendremos un problema gravísimo de seguridad alimentaria.»

Taylor y otros investigadores están en las fases iniciales de desarrollo de variedades de mandioca genéticamente modificadas para hacerlas inmunes al virus del estriado marrón. Taylor colabora con investigadores ugandeses en un ensayo de cam­­po; en Kenya se está llevando a cabo otro. Pero actualmente el cultivo comercial de especies GM solo está permitido en cuatro países africanos: Egipto, Sudán, Sudáfrica y Burkina Faso.

En África, como en otros lugares, la población tiene miedo de los cultivos GM, aunque hay pocas evidencias científicas que justifiquen ese temor. Un argumento más contundente es que las variedades de alta tecnología no son la panacea, y quizá ni siquiera son lo que más falta hace a los agricultores de África. Incluso en Estados Unidos hay agricultores que están teniendo problemas con ellas.

Sin ir más lejos, el pasado mes de marzo se publicó un artículo que documentaba una tendencia preocupante: el gusano de la raíz del maíz (Diabrotica sp.) comienza a desarrollar resistencia a las toxinas bacterianas del maíz Bt. «Me chocó ver esos datos, porque comprendí lo que significaban: que esta tecnología empieza a fallar», confiesa Aaron Gassmann, entomólogo de la Universidad Estatal de Iowa y coautor del informe. Un problema, explica, es que algunos agricultores no cumplen la exigencia legal de plantar «refugios», parcelas de maíz convencional, que frenan la expansión de los genes resistentes al permitir que prosperen poblaciones de Diabrotica todavía vulnerables a las toxinas Bt.

En Tanzania todavía no hay cultivos GM, pero algunos agricultores están comprendiendo que una solución sencilla y de baja tecnología –plantar especies diversas– es una de las mejores maneras de poner coto a las plagas. Tanzania es hoy el cuarto país del mundo en número de agricultores con certificación orgánica. En parte es mérito de una joven llamada Janet Maro.

Maro, la quinta de ocho hermanos, se crió en una granja cerca del Kilimanjaro. En 2009, siendo estudiante de la Universidad Sokoine de Agricultura de Morogoro, colaboró en la fundación de una ONG llamada Sustainable Agriculture Tanzania (SAT). Desde entonces, ella y su reducido equipo se dedican a formar a los agricultores de la zona en los principios de la agricultura orgánica. Actualmente SAT cuenta con el apoyo de Biovision, la organización suiza liderada por Hans Herren.

Morogoro está a unos 160 kilómetros al oeste de Dar es Salaam, al pie de los montes Uluguru. Unos días después de conocer a Juma en Bagamoyo, Maro me lleva a las montañas para visitar tres de las primeras explotaciones tanzanas con certificación de agricultura orgánica. «Aquí no llegan los agentes de extensión agraria», dice, mientras subimos por una empinada pista de tierra llena de baches en una camioneta. Verdeantes por las lluvias que llegan del Índico, las laderas siguen estando arboladas, aunque cada vez son más las zonas roturadas por los luguru.

Cada 500 metros más o menos nos cruzamos con mujeres que, en solitario o en pequeños grupos, transportan sobre la cabeza canastas de mandiocas, papayas o plátanos. Hoy hay mercado en Morogoro, 900 metros más abajo de donde estamos. Aquí las mujeres no son meras porteadoras. En la sociedad luguru, la propiedad de la tierra se hereda por sucesión matrilineal.

Maro detiene el vehículo en una casa de ladrillo de una sola estancia, paredes a medio revocar y tejado de chapa metálica ondulada. Una mujer llamada Habija Kibwana nos invita a sentarnos en el porche junto con dos vecinas.

A diferencia de los agricultores de Bagamoyo, Kibwana y sus vecinas cultivan diversas especies: ahora mismo están en sazón el plátano, la fruta de la pasión y el aguacate. Pronto estarán plantando zanahorias, espinacas y otras hortalizas de hoja verde, todo para consumo local. Esta diversidad ofrece un colchón por si se malogra alguna cosecha; al mismo tiempo ayuda a contener las plagas.

Los agricultores de la zona están aprendiendo a sembrar estratégicamente ringleras de Tithonia diversifolia (un girasol silvestre que fascina a la mosca blanca) para desviar las plagas de la mandioca. El uso de compost en lugar de abonos sintéticos ha mejorado hasta tal punto el suelo de Pius Paulini, uno de los agricultores, que produce el doble de espinacas que antes. Las escorrentías de sus campos ya no contaminan los arroyos de los que bebe Morogoro.

La consecuencia más palpable de haberse pa­sado a la agricultura ecológica tal vez sea la liberación de las deudas. Aun contando con las subvenciones públicas, adquirir abonos y pesticidas para media hectárea cuesta 500.000 chelines tanzanos (más de 200 euros), un gasto exorbitante en un país cuya renta per cápita anual no alcanza los 1.200 euros. «Antes, cuando teníamos que comprar fertilizantes, no nos quedaba dinero para mandar a los niños al colegio», dice Kibwana. Su hija mayor acaba de terminar el instituto. Y las explotaciones también han ganado en productividad. «La mayoría de los productos que hay en nuestros mercados los traen pequeños agricultores –dice Maro–. Ellos están dando de comer a nuestro país.»

Cuando le pregunto si esos agricultores po­drían beneficiarse también de las simientes genéticamente modificadas, se muestra escéptica. «No es realista», dice. ¿Cómo van a pagar esas semillas si ni siquiera tienen para abono? ¿Qué probabilidades hay, pregunta, de que los agricultores reciban el asesoramiento necesario para cultivar como es debido las especies genéticamente modificadas cuando la gran mayoría no se entrevista en toda su vida con un agente de extensión agraria y muchos ni siquiera saben que hay enfermedades que amenazan sus cosechas? Desde el porche de Kibwana se domina un paisaje de exuberantes bancales cultivados, pero también de laderas deterioradas por los campos pelados y erosionados de los agricultores no orgánicos, la mayoría de los cuales no construyen terrazas para contener su valiosísimo suelo. Kibwana y Paulini dicen que su éxito ha llamado la atención de los vecinos. La agricultura orgánica está ganando predicamento. Pero muy lentamente.

Ese es el quid de la cuestión, pensé al partir de Tanzania: transferir conocimientos prácticos desde colectivos como SAT o el IRRI a individuos como Juma. No hay que elegir un solo tipo de conocimiento –tecnología tradicional frente a tecnología puntera, agricultura orgánica frente a modificación genética– para siempre jamás. Hay más de un modo de potenciar los rendimientos o de poner freno a la mosca blanca. «La agricultura orgánica puede ser el enfoque ideal en algunas zonas –admite el directivo de Monsanto Mark Edge–. De ninguna manera pensamos que los cultivos GM sean la solución para todos y cada uno de los problemas de África.» Desde la primera revolución verde, dice Robert Zeigler, las ciencias ecológicas han progresado mano a mano con la genética. Hoy el IRRI también hace uso de ese progreso.

«¿Ve esas garcetas que vuelan por ahí? –me pregunta hacia el final de nuestra charla. Desde su despacho se ve una bandada que desciende hacia los arrozales verdes; al fondo brillan las montañas bajo la luz crepuscular–. A principios de los años noventa no se veía ni una. Los pesti­cidas que usábamos mataban aves, caracoles, de todo.

Entonces hicimos una enorme inversión para comprender la estructura ecológica de los arrozales. Existen unas redes muy complejas… y si las perturbas, te das de bruces con una plaga. Aprendimos que en la inmensa mayoría de los casos los pesticidas son prescindibles. El arroz es una planta dura. Puedes hacerla más resistente aún. Aquí tenemos ahora una ecología rica, y nuestros rendimientos no han disminuido.

«En algunos momentos del día nos visitan en torno a un centenar de garcetas. Es un panorama que verdaderamente levanta el ánimo. Las cosas pueden mejorar.»