02/11/14
Cuando una semilla se extingue...
Cuando una semilla se extingue, la especie que producía deja de existir para siempre. No hay forma de recuperarla. Pero en algunos casos —en el mejor de los supuestos—, puede suceder que la simiente no haya desaparecido, simplemente se pierda, o haya caído en desuso, y algún agricultor en algún rincón escondido de la huerta todavía conserve un puñado.
En Madrid, tierra fértil y tradicionalmente hortícola, han sido muchas las variedades que se han perdido con el paso del tiempo. Sin embargo, gracias a las investigaciones desarrolladas en los últimos años por el Instituto Madrileño para la Investigación y el Desarrollo Rural Agrario y Alimentario (IMIDRA) dependiente del gobierno regional, se han logrado recuperar algunas. En su banco de semillas, guardan con mimo 167 variedades de simientes castizas madrileñas, rescatadas de un olvido tan prolongado que las podría haber llevado a la extinción.
Ajos de Chinchón, acelgas de Fuenlabrada, melones de Villaconejos, tomates de Aranjuez… La variedad de la huerta madrileña es extensísima y, sin embargo, muy desconocida para el público, que no sabe que puede comer productos frescos recién recolectados de las huertas que están a pocos kilómetros.
El IMIDRA lleva casi dos décadas buscando, catalogando y conservando semillas autóctonas. “Detectamos la necesidad cuando descubrimos que las judías que se vendían en los mercados eran de procedencia extranjera”, cuenta Félix Cabello, director del departamento de investigación agroalimentaria del instituto. Ese hallazgo marcó un antes y un después en la conservación de las semillas locales. Desde ese momento, comenzaron una búsqueda intensiva de simientes castizas por las huertas de Madrid.
“¿Cuál es su origen?” Esta era la sencilla pregunta que hacían los investigadores de IMIDRA a los agricultores. Cuando estos respondían “de aquí, de toda la vida”, pedían una muestra y la llevaban al laboratorio para estudiarla, plantarla y, en caso de que fuera indígena, conservarla. Además, realizan cientos de catas para determinar cuáles son las mejores variedades, las que mejor se adaptan, las más nutritivas y sabrosas. “Este año nos hemos centrado en estudiar las acelgas, las lechugas, el pimiento y la cebolla madrileñas para determinar qué variedades son las mejores”, revela Cabello.
Pero no solo los científicos se han ocupado de conservar esta riqueza genética tradicional de Madrid. Con los años y la concienciación medioambiental y alimentaria, han aparecido muchos bancos de semillas alternativos que no solo conservan sus simientes, también las intercambian.
Uno de los más antiguos es La Troje, una Asociación creada para la recuperación de variedades locales de hortícolas y frutales de la Sierra Norte madrileña. Llevan 12 años trabajando en la conservación de semillas y han logrado recuperar 21 tipos de judías tradicionales y 73 de frutales, entre manzanos, perales, cerezos y ciruelos. “Del resto de cultivos hay menos diversidad, pero aun así hemos conseguido unas 28 variedades de hortalizas entre tomates, lechugas, pimientos, calabacines, pepinos…, así como adaptar en un proceso mínimo de cinco años alrededor de 30 variedades diferentes de otras plantas”, explican desde la asociación.
En pleno centro de la ciudad, en la zona de Legazpi, hay otro banco de semillas que ya tiene historia. Lo creó la cooperativa de agricultura ecológica Ecosecha en colaboración con Intermediae, un espacio de producción de proyectos artísticos basado en la experimentación y el aprendizaje compartidos que se centra en Matadero Madrid. Ese espacio cultural los acogió y allí, todos los primeros jueves de cada mes, organizadores y asistentes convierten el terrario en una especie de mercadillo de trueque, en el que las semillas entran y salen de sus cajas.
“Todo surgió porque no queríamos tener semillas propietarias, es decir, compradas de empresas que hacen de ellas un negocio”, explica Javier Pérez, cooperativista de Ecosecha en el terrario de Matadero. Tras guardar cuidadosamente las simientes, Pérez se queja de que les obligan a comprarlas. “Al ser productores ecológicos no podemos compartirlas ni nos las pueden dar nuestro vecino si queremos que lleve el sello verde de la UE”, lamenta.
Es otra de las razones por las que montaron el banco. Todo el producto que tienen es ecológico y los que se meten en esto de nuevas lo tienen más fácil a la hora de conseguir semillas. “No como nosotros cuando empezamos”, recuerda.
Ecosecha, La Troje e IMIDRA colaboran juntos en esta labor de recuperación. Los primeros son ecológicos, los últimos no. “Les pedimos simientes autóctonas al IMIDRA, las plantamos y, al año, sacamos nuestra propia semilla ya ecológica”, cuenta Pérez.
Para él, que sean o no originarias de Madrid no es imprescindible, aunque sí deseable. Además las fronteras no están claras. Por ejemplo, los tomates no son estrictamente un producto autóctono, llegaron de Latinoamérica hace siglos y se adaptaron al suelo hasta considerarse una especie local. “A veces los productos más castizos no se venden. Por ejemplo, detectamos una variedad madrileña de berenjena blanca que antiguamente se utilizaba para encurtidos. No funcionó”, apunta. Señala que el uso al que iba destinado se perdió y, con él, como una consecuencia dañina, pero inevitable, la especie.
Para Laura Martínez la materia prima tiene que tener salida comercial. No es para menos. Ella es propietaria del supermercado ecológico La Magdalena de Proust y está asociada con Ecosecha. Todos los productos hortícolas que vende son de la huerta de esta cooperativa, ubicada en Rivas. “Solo tenemos producto ecológico, propio y nacional, a poder ser de Madrid. Cuanto menos se desplace el producto más fresco será y menos contaminará”, asegura Martínez.
Autóctono, ecológico y de temporada. Esta es su filosofía, pero como Pérez, se queja de las trabas que se encuentran si se trabaja en el producto ecológico. “Es carísimo. Tienen que analizar las semillas, la tierra, la verdura… Si todo está correcto le ponen el sello”, explica y advierte que los que no lo tengan no pueden garantizar que sea orgánico. “Con esta nueva moda hay mucho fraude”, lamenta.
A Olivier Quero, socio fundador del grupo de consumo Yo compro sano, le parece más importante que los productos sean de procedencia local que ecológicos. Según dice, es la mayor garantía de frescura y de que el impacto medioambiental será mínimo. “No nos damos cuenta de que nuestros hábitos de consumo tienen un efecto directo con la economía de nuestro entorno”, alerta Quero.
Generar tejido empresarial, riqueza, crecimiento local. “Todo esto se consigue a través del comercio justo, responsable y autóctono. ¿No es mejor comer productos madrileños que otros exportados?” pregunta. Y sentencia: “Hay que darse cuenta de que el dinero invertido en Madrid se queda en Madrid”.