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Eugenio DOP

07/06/15

El café: La pequeña semilla que cambió el mundo

La cabra excitada

No hay que ser un centurio para llevarse a la boca lo primero que encuentras en el campo. En tiempos pretéritos, de hecho, el método de probar y escupir era el más habitual para descubrir alimentos que a priori no lo parecían, como secreciones rancias de glándulas mamarias (queso), hongos (champiñones) o rocas (sal). Sin embargo, el día del año 850 d.C. en que un pastor etíope se introdujo aquel fruto rojo en la boca tenía buenos motivos para hacerlo: llevaba días contemplando que sus cabras, tras probar los frutos y las hojas de aquel arbusto, estaban más excitadas que de costumbre, como entregadas a algún culto dionisíaco, hasta el punto de que ni siquiera dormían por la noche.

El nombre de ese pastor era Kaldi, y acababa de descubrir, gracias a su arrojo y naturalidad agreste, lo que siglos más tarde sería la droga legal más consumida por los trabajadores de todo el mundo para desperezarse por las mañanas.

Esta leyenda muy difundida sobre el origen del café incluye que Kaldi llevó un puñado de estas bayas mágicas a un monasterio a fin de que sus monjes las examinaran. Aterrados ante su poder, las arrojaron a la hoguera. Al quemarse, las bayas desprendieron su delicioso aroma característico y uno de los monjes probó a preparar una bebida a base de granos tostados.

Otra variante de la leyenda sugiere que Kaldi sencillamente confeccionó una infusión con las hojas y otra con los frutos. Tanto unas como otros le excitaron de tal modo que aquella noche no pudo conciliar el sueño. En una ocasión que sus frutos estaban mojados, Kaldi los quiso secar en una sartén y acto seguido desprendieron el aroma característico del café. Tras hervirlos, comprobó que el sabor era mucho mejor. Kaldi se había tomado su primer espresso y se conoce que disfrutó tanto que casi pronunció lo de ‘what else’ con voz de George Clooney.

Tanto si la leyenda es cierta como si no (lo de Clooney, sin duda, no lo es) resulta incompleta. La invención, desarrollo y expansión del café es fruto de semejante número de casualidades que bien podría compararse a un invento de primer orden, como la locomotora o la computadora digital. Por ello no es extraño que una simple bebida haya causado revoluciones y que un grano de café, del tamaño de un embrión humano en la séptima semana de embarazo (de 4 a 8 milímetros), se haya convertido en algo tan trascendente en las relaciones humanas. Máxime si tenemos en cuenta que el valle del Rift, las tierras donde Kaldi probaba por primera vez aquel bebedizo confeccionado con bayas mágicas, fue la cuna de la humanidad.

La excitante expansión

Un producto tan maravilloso no podía quedarse en manos de un pastor. Aquel brebaje que recordaba a la marmita de Astérix enseguida se hizo popular y hubo gente que arrancó unos cuantos arbustos de las tierras altas de Etiopía para llevarlos hasta Yemen. El café había empezado su expansión.

Cuando la costumbre del café arraigó en Arabia, el brebaje adquirió el nombre de kawa, según parece por su parecido con la piedra santa de La Meca llamada La Kaaba, que también es de color negro. Los etíopes se volvieron devotos de aquella bebida e incluso hoy en día sirven el café en una elaborada ceremonia que suele llevar casi una hora.

Debido al placer y el desorden de los sentidos que producía la cafeína, la autoridad religiosa islámica debatió acerca de la conveniencia de prohibirlo, tal y como explica Ralph Hattox en Coffee and Coffehouses. El pueblo sencillamente se divertía demasiado en las cafeterías. Pero la gota (de café) que colmó el vaso y que propició que el Corán censurara aquella infusión fue el hecho de que unos versos satíricos dirigidos al gobernador de La Meca, Khair-Beg, hubiesen sido escritos en una cafetería.

Los fieles, sin embargo, no estaban dispuestos a prescindir del café, así que, como señala el historiador Carlos Fisas en su libro Historias de la historia, «inventaron la leyenda de que el propio arcángel Gabriel había ofrecido la primera taza al profeta Mahoma para que velase toda la noche». Tampoco el sultán de El Cairo, asiduo bebedor de café, tenía demasiadas ganas de renunciar a él, así que revocó el edicto.

El vino también había sido prohibido por El Corán, pero solo el café fue lo suficientemente imprescindible para el ser humano como para volver a ser legal. La razón podría estar en la naturaleza adictiva de la cafeína, pero a juicio del experto Mark Pendergrast hay otra cosa, tal y como escribe en su libro El café:

El café era un estimulante intelectual, una manera agradable de sentir que la energía aumentaba sin causar efectos negativos evidentes. Las cafeterías permitían a la gente reunirse a conversar, distraerse, hacer negocios, alcanzar acuerdos, componer poesía o mostrarse irreverente en igual medida. Tan importante llegó a ser en Turquía que una escasa provisión de café daba motivo a una mujer para pedir el divorcio.

Al introducirse en Europa, algunos aseguraron que no era lícito consumir una pócima propia de los países infieles, pero el papa Clemente VIII disipó las dudas sorbiendo un poco de café delante de la curia de cardenales.

No sería la primera ni la segunda vez que se tratara de la ilegalidad del café. Cuando florecieron las primeras cafeterías en Londres, las mujeres quedaron excluidas de su uso. Ello propició que en 1674 surgiera la Petición de las Mujeres contra el Café, un manifiesto que rezaba: «Encontramos últimamente una notable decadencia de aquel auténtico vigor inglés… Jamás los hombres usaron pantalones tan grandes, ni llevaron en ellos menos temple». Los hombres defendieron el café, por contraposición, con estas palabras: «Hace que la erección sea más vigorosa, la eyaculación más abundante y añade una esencia espiritual al esperma». El toque de gracia lo dio el rey Carlos II con su proclama donde se decreta la supresión de las cafeterías, que a su juicio se habían convertido en «el gran centro de reunión de holgazanes y personas descontentas». Dos días después de que entrara en vigor y las cafeterías se prohibieran, las revueltas fueron tan feroces que el rey, temeroso de quedar derrocado, se retractó.

Venecia y Viena fueron las dos puertas por las que llegó el café a Europa. En el caso de Venecia, porque sus mercaderes se aficionaron a tomarlo en los enclaves que tenían en el Imperio turco. En el caso vienés fue todo mucho más fortuito: cuando los turcos hubieron levantado el cerco de Viena durante su invasión de Europa, se dejaron abandonados cientos de sacos de café en su espantada. Un polaco llamado Franz George Kolschitzky los hizo suyos y, para evitar su poso característico, coló la infusión realizada: había nacido el café ‘a la vienesa’. La primera ‘casa de café’ vienesa fue abierta por el propio Kolschitzky en la Domgasse, a dos pasos de la casa donde Mozart escribiría, cien años más tarde, sus Bodas de Fígaro. La llamó Zur Blauen Flasche (La botella azul).

Para conquistar la mayoría de los paladares, habida cuenta de su amargor, endulzaron el café filtrado con miel. Al principio empezó a tomarse como tónico o medicamento, más tarde como digestivo. Hasta que en 1680 abrieron las primeras tiendas donde expendían el negro brebaje: las primeras cafeterías. En 1720 abrió sus puertas el café Florian, en el que aún podemos paladear una taza de café vienés rodeado de mobiliario que fue usado por Lord Byron, Marcel Proust, Richard Wagner o Fiodor Dostoievsky.

En España tardó algo más en penetrar la moda del café porque tenía que competir con el chocolate y con «las prevenciones que los médicos manifestaban hacia el negro líquido», observa Fisas. La leche mezclada con el café también constituye un efecto secundario de su expansión por toda clase de naciones. Según el experto en la historia del café Ian Bersten, la predilección árabe por el café solo y el hábito de tomarlo con leche que se extendió por Europa y Estados Unidos se debe a un gen, el que permite a los anglosajones tolerar la leche, mientras que los pueblos árabes solían sufrir intolerancia a la lactosa.

Irónicamente, hoy es el café de Brasil o Colombia el que domina el planeta, pero en el Nuevo Mundo no lo conocieron hasta que los europeos lo llevaron hasta allí. Finalmente, ha sido la cadena de cafeterías Starbucks la que ha catapultado aún más el consumo de café como ritual social, abriendo 9.000 establecimientos en más de 60 países. Santa Fe Springs (California) es la ciudad que tiene la mayor concentración de cafeterías Starbucks con 560 locales en un área de 40 kilómetros. El cómico Jay Leno dijo que incluso acabaríamos viendo su distinguible logotipo en Marte.

La excitante estimulación intelectual

«El café nos vuelve rigurosos, serios y filosóficos», escribió Jonathan Swift en 1722. Bach adoraba el café hasta el punto de que escribió la Cantata del café. Beethoven era un obseso del café y preparaba cada taza moliendo exactamente setenta granos. Voltaire bebía unas cincuenta tazas al día, igual que Balzac. El sultán otomano Selim I hizo colgar a dos de sus médicos por aconsejarle que dejara de tomar café. Y el rey Federico el Grande de Prusia solía tomarlo preparado con champán en vez de agua.

Está claro, pues, que el café sobrealimenta la mente y despeja la fatiga. Sin embargo, hasta hace muy poco la ciencia no ha explorado en profundidad el funcionamiento de la cafeína en nuestro cuerpo, tal y como explica Jennifer Ackerman en su libro Un día en la vida del cuerpo humano:

La sustancia se distribuye por todos los tejidos y fluidos corporales a partir del torrente sanguíneo, sin acumularse en ningún órgano en especial, sino que circula uniformemente por la sangre —y en el fluido amniótico y el tejido fetal—. Eleva ligeramente la tensión arterial, dilata los bronquios pulmonares y facilita al cuerpo un acceso más rápido de los combustibles a la sangre. En los riñones incrementa el flujo de orina; en el colon actúan como laxante. Incluso estimula un poco el ritmo metabólico, lo cual acelera ligeramente la combustión de grasas.

Ackerman se olvida de decir que la cafeína también potenció y expandió la intelectualidad, propiciando la era de la Razón, tal y como defienden historiadores como Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos. Hasta aquel momento, en las tabernas se consumía mayormente cerveza o vino, incluso durante el desayuno. Al ponerse de moda el café, la gente dejó de tener la mente embotada, propiciándose la charla aguda y la reflexión ponderada.

Además, la cafeterías ya no eran antros oscuros, sino iluminados locales en los que incluso había prensa y libros, lo que también favoreció la Ilustración, tal y como sostienen Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en su libro El mundo de la cafeína. Las cafeterías se convirtieron hasta tal punto en lugares para fomentar la intelectualidad que hasta se tornaron temáticas. Así, en ciudades como Londres, encontrábamos cafeterías dedicadas mayormente a la divulgación de la ciencia (en las que incluso científicos realizaban experimentos en vivo), cafeterías de política, cafeterías de literatura, de economía y un largo etcétera. Fernando Garcés Blázquez abunda en ello en La historia del mundo con sus trozos más codiciados:

Entre 1680 y 1730, en Londres se bebía más café que en ningún otro lugar del mundo. Sus habitantes acuñaron el nombre popular de ‘universidades a penique’, en alusión al precio que solía costar un bol de café y las amenas tertulias que se organizaban a su alrededor. Un refrán de la época rezaba: «No existe universidad de mayor excelencia, pues por un penique puedes ser una eminencia».

Los excitantes avances tecnológicos colaterales

El café también impuso el avance de determinados hallazgos científicos e innovaciones tecnológicas, como ha escrito Bee Wilson en su libro La importancia del tenedor: «La gran inventiva que se ha invertido en esta sustancia se hace eco de su estatus como droga culinaria preferida a nivel mundial». Para elaborar el café, por ejemplo, hemos pasado de los ibriks turcos hasta las caras máquinas de espresso o las cápsulas que ya se venden como joyas de Tiffany, pasando por la versión ritualista del uso del molinillo, prensador y cafetera silbante. Lo último es prescindir incluso del fuego o la electricidad y valerse exclusivamente de la presión (y de unos brazos fuertes), como es el caso de AeroPress, un instrumento de plástico que usa la presión del aire para empujar el café a la taza a través de un tubo.

La primera cafetera fue creada en Francia en el 1800 por el farmacéutico R. Descroisilles, tal y como explica Charles Panati en Las cosas de cada día: «Consistía en dos esbeltos recipientes metálicos, que podían ser de estaño, cobre o peltre, separados por una placa agujereada que hacía de filtro». La primera cafetera esmaltada llegó en 1850, y la primera adaptación norteamericana, en 1873. También en Estados Unidos se hizo tremendamente popular hasta finales de los años 1920 un invento que parecía alumbrado por Franz de Copenhague: Perc-O-Toaster, un cachivache que tostaba pan, cocía galletas y preparaba el café. Finalmente, sin embargo, se impuso la simplicidad y el buen hacer de la cafetera Chemex, obra del alemán Peter Schlumbohm. Además usaba el nuevo material llamado Pyrex, resistente al calor. Los fabricantes de utensilios domésticos fueron remisos a adoptarla arguyendo que parecía demasiado simple, pero Schlumbohm los atrajo de esta suerte:

convenció a uno de los compradores de los grandes almacenes Macy´s Herald Square, en Nueva York, para que se llevara una Chemex a su casa aquella noche y con ella preparara su café a la mañana siguiente. Antes del mediodía, recibió una llamada telefónica y el encargo de cien cafeteras.

Pero una de las grandes preocupaciones de los bebedores de café ha sido las impurezas que se colaban al filtrarlo. Si bien existían cafeteras con filtro desde 1806, invento del conde Rumford, alias de Benjamin Thompson, el filtro era de metal y resultaba poco eficiente. La situación se prolongó hasta que un ama de casa llamada Melitta Bentz, cansada de retirar los posos del café, tuvo la genial idea de colarlo a través de una fina superficie de papel poroso. Melitta patentó así con su nombre un filtro desechable que, adicionalmente, solucionaba el problema de su limpieza.

El nada excitante ocaso del café

El café podría convertirse en un objeto de lujo dentro de muy poco debido a que su escasez, casi su desaparición, incrementará su precio hasta límites insostenibles. La culpa la tiene el cambio climático del planeta Tierra, que afecta particularmente a la vulnerable especie de planta del café que más se usa para su cultivo mundial: la Coffea arabica. Casi dos tercios del cultivo, presente hoy en 70 países, florece idóneamente a una temperatura constante de entre 18 y 21 ºC. A temperaturas superiores, los granos crecen insípidos. La planta también necesita un clima seco para desarrollar brotes y, posteriormente, lluvia para la floración. Si llueve demasiado, los frutos no aparecen.

Estas condiciones resultan cada vez más remotas debido a los gases de efecto invernadero. Azotes climáticos cada vez más agresivos en los trópicos, como el Niño y la Niña, nos podrían arrebatar nuestra dosis matutina de cafeína. Como señala Mark Pendergrast en su libro El café:

El café es un producto extraordinariamente delicado. Su calidad está determinada en principio por elementos esenciales como el tipo de planta, las condiciones del suelo y la altitud del terreno en el que crece Puede quedar estropajo en cualquier etapa, desde la aplicación de fertilizantes y pesticidas hasta los métodos de recolección, el procesamiento, el transporte, el tueste, el envasado y el consumo.

Por si fuera poco, el calor también favorecerá la expansión de un devorador natural de plantaciones de café, la broca del café (Hypothenemus hampei). Sus hembras ponen los huevos en el grano, del que más tarde se alimentan las larvas, lo que puede contribuir al hecho de que la taza de café cueste lo mismo que la de petróleo, o más. Tal vez el consumidor estaría dispuesto a pagar ese sobreprecio, al igual que paga por llenar el depósito de su coche: ¿acaso el café no se ha convertido ya, a efectos prácticos, en el combustible de muchos cuerpos humanos?

De hecho, algunos ecologistas están intentando que eso sea así con independencia del cambio climático, como pone de manifiesto el proyecto de ley que se presentó en Berkeley, California, en 2002, para exigir, como señala Annie Leonard en su libro Historia de las cosas, que «todo el café a la venta en el estado fuera orgánico, cultivado a la sombra y certificado por Comercio Justo [Fair Trade]: aspectos que producen un enorme impacto positivo en el medio ambiente y beneficios sociales para los cultivadores». No cabe olvidar que cultivar café ocupa tierras en las que se podía sembrar otras cosas, y solamente analizando la huella hídrica del café (la cantidad de agua que invierte en su cultivo) sumamos «136 litros de agua en el cultivo, producción, embalaje y transporte de los granos de café para nuestra taza del desayuno».

A propósito del café orgánico, muchos biotecnólogos sostienen que los transgénicos serán más seguros para la salud humana. Y más vale que sea así, porque en la manipulación genética parece residir nuestra salvación cafeínica. Por ejemplo, modificando el ADN de los arbustos del café para hacerlos más resistentes a las condiciones climáticas que están por venir. De lo contrario, la escasez de café no solo eliminará el problema del comercio justo por sí mismo, sino que eliminará también el placer de tomar uno o dos cafés al día. El problema biotecnológico reside en que la mayoría de los árboles de arabica descienden de unos pocos ancestros que arribaron a las colonias holandesas y británicas en los siglos XVII y XVIII y presentan únicamente el 1% de la variación genética de toda la especie. Por ello andamos a la búsqueda de arbustos con mayor diversidad genética que nos permita jugar con su ADN, como los cultivados a partir de semillas adquiridas en Etiopía en la década de 1960. Mientras, se valora la idea de manipular también los genes de otras especies como la Coffea canephora y la Coffea robusta, a fin de que nos proporcionen un café lo suficientemente decente (en la actualidad, dichas especies se usan para elaborar café instantáneo).

Quién sabe qué futuro le aguardará a esta suerte de petróleo con cafeína. Lo que sí conocemos es que, si nos quedamos sin café, puede suceder algo similar a lo que ocurriría si se terminara la energía: todas las máquinas del mundo se detendrán, la eficiencia en el trabajo caerá en picado, la inspiración artística e intelectual se desmoronará y, sobre todo, dejaremos de disfrutar de ese envolvente aroma a café recién hecho.

No se trata solo de la cafeína. Si bien el 54 % de todo este estimulante que se consume en el mundo procede de los granos de café, hay más de sesenta plantas que producen cafeína, y ésta llega a nuestro torrente sanguíneo a través del té, el cacao, las nueces de guaraná o el mate, entre otros. El café es algo más que una forma de llegar a este alcaloide orgánico de forma concentrada (en Gran Bretaña, incluso, ha derrocado al té como la bebida en que se gasta más dinero). En el café tostado hallamos otras dos mil sustancias químicas como aceites, fosfatos, ácidos volátiles, ceniza, trigonelina, fenólicos o sulfidos, lo que lo convierte, en palabras de Pendergrast, en «uno de los productos alimenticios más complejos de la Tierra». Así pues, no tenemos sustituto, y haremos lo posible para que el café continúe existiendo, ya sea creando cafetos modificados genéticamente o químicos que imiten su legendario aroma e incluso su sabor. Todo para que esa baya mágica que brota de una mata etíope continúe cambiando el mundo como lo ha hecho desde que Kaldi se metiera la primera en su boca y se sintiera un poco como George Clooney.

Algunas cifras excitantes

Cada día se toman 1,6 billones de tazas de café. Quienes más consumen son los finlandeses (12 kg de café por año). En España la media es de 4,5 kg. Cada saco de café que exportó Brasil en 2012 contenía 580.000 granos de promedio y facturó 33,4 millones de sacos. El tamaño de los granos de café es de 4 a 8 milímetros, pero la variedad Maragogype que se cultiva en Nicaragua, la más grande del mundo, es de 32 milímetros (lo llaman ‘grano elefante’ y es casi como una bala). El café es el segundo producto más comercializado del mundo, después del petróleo, con exportaciones de 15 billones de dólares al año. Más de 26 millones de granjeros sobreviven gracias a su cultivo. Italia es el país con más cafeterías por habitante del mundo. Seattle —donde nació la franquicia Starbucks— tiene diez veces más cafeterías por habitante que cualquier otra ciudad de Estados Unidos.