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Marta García

30/07/13

Esta abeja guarda un misterio

Dave Hackenberg lleva ganándose la vida como apicultor desde 1962, cuando decidió dedicarse a la cría de las abejas de la miel. Su negocio consiste en transportar sus colmenas a lo largo y ancho de Estados Unidos a bordo de grandes camiones. Con su gorra calada, su nariz afilada y el rostro marcado por una vida dedicada al campo, Hackenberg recorre todos los años miles de kilómetros de costa a costa con sus panales para polinizar las plantaciones de manzanos de Pensilvania –donde tiene su casa de verano– o los extensos cultivos de almendras de California, a principios de la primavera. En otoño de 2006, Hackenberg se desplazó a Florida, donde tiene su casa de invierno, para que sus abejas se ocuparan de fertilizar los amplios cultivos de calabazas. Sus colonias eran un hervidero cuando las dejó, pero al regresar allí un mes después se encontró con la mayor sorpresa de su vida. Más de la mitad de sus 3.000 panales aparecían desiertos, con tan solo la abeja reina y unas cuantas obreras guardianas. Los alrededores tampoco mostraban cadáveres de abejas. Los insectos se habían desvanecido. “Fue como si caminara por un pueblo fantasma”, indicó Hackenberg a la revista Scientific American.

Hackenberg comunicó el suceso a sus colegas, lo que le costó no pocas críticas. Enseguida lo tacharon de apicultor descuidado. Pero poco después, los casos de desapariciones misteriosas de abejas se propagaron entre otros muchos colegas. Estos insectos tienen un fuerte sentido colectivo, dentro de una sociedad exclusivamente femenina que gira alrededor de la abeja reina, la madre de toda la comunidad. Hay guardianas que defienden el panal, otras que se especializan en cuidar los huevos y las crías, y otras que se encargan de traer el alimento –néctar y polen– a la colmena, fabricando miel. El abandono de una colmena resulta un comportamiento inconcebible: un suicidio colectivo. Los apicultores, aterrados, no encontraron restos de insectos, ni señales o pistas que pudieran explicar la tragedia. Las abejas se habían desvanecido inexplicablemente.

En la primavera de 2007, los investigadores descubrieron que una cuarta parte de los apicultores estadounidenses habían sufrido pérdidas catastróficas. Pero el desastre se propagó a otros países: Brasil, Canadá, Australia, y también en Europa, en Francia y España. En la televisión saltaban extrañas noticias como la desaparición de 10 millones de abejas en Taiwán. Desde aquel otoño de 2007 se vienen repitiendo las desapariciones masivas. Hackenberg pasó de apicultor descuidado a pionero, el primero en dar la voz de alarma: millones de abejas desaparecen cada año. Algo está ocurriendo. “Sí, es un fenómeno global”, afirma Carlo Polidori a El País Semanal.

Como experto en comportamiento de himenópteros e investigador del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Polidori es muy consciente del problema. En Europa, las pérdidas de colmenas se suceden anualmente a un ritmo de un 20%, observa con preocupación. “En este año se han perdido en Inglaterra el doble de colmenas que el año anterior”.

En España, las noticias anteriores al hallazgo de Hackenberg son incluso peores. “Antes de 1994 había una desaparición anual de entre el 5% y el 7%”, explica Suso Asorey, secretario de la Asociación de Apicultores Gallegos (AGA), mediante correo electrónico. “A partir de esta fecha estamos entre el 35% y 40% (de pérdidas)”. Asorey destaca que en algunas regiones las pérdidas de colmenas llegan hasta el 90%. En Galicia, la situación roza el drama. Han desaparecido 450.000 colonias en los últimos 18 años. Las pérdidas económicas se contabilizan en más de 51 millones de euros, asegura Asorey. Pero el valor polinizador “se eleva a más de mil millones de euros”.

Existen alrededor de 20.000 especies de abejas, pero las abejas de la miel (Apis mellifera) son extraordinarias ya que polinizan una amplia variedad de flores. Cada individuo es un prodigio de la ingeniería biológica: está equipado con sensores de temperatura, de dióxido de carbono y de oxígeno, y su cuerpo está diseñado para cargarse de electricidad estática. Cuando las abejas recolectan el alimento en las flores, los granos de polen que quedan adheridos a ellas permiten que el polen de una flor viaje hasta otra, la cual se fertiliza. El resultado es una semilla y un fruto. La magnitud del fenómeno resulta increíble cuando examinamos la labor colectiva. En un panal medio puede haber unas 60.000 abejas, de las que 40.000 salen en busca de alimento. Cada obrera realiza hasta 30 salidas diarias, y en cada viaje puede llegar a polinizar un total de 50 flores. En una sola jornada de trabajo, una colmena puede lograr la fertilización de millones de flores. Los cálculos de AGA sugieren que una sola colmena es capaz de encargarse de fertilizar las flores en una zona de 700 hectáreas, es decir, la superficie equivalente a unos 350 campos de fútbol.

La importancia económica de las abejas de la miel es colosal. En la Red circula una citación atribuida a Einstein que sugiere que si las abejas desaparecieran hoy de la Tierra, el hombre solo podría sobrevivir cuatro años. Sea o no cierta esta cita, hay una parte de verdad en ella que evoca un futuro apocalíptico. De acuerdo con Hackenberg, las abejas de la miel intervienen en uno de cada tres bocados que nos llevamos a la boca. Los cultivos básicos como el arroz, el trigo o la cebada son polinizados por el viento. Pero en un mundo sin abejas, una gran parte de las frutas y verduras comunes de los supermercados desaparecerían de las estanterías. Sus precios resultarían tan astronómicos que un kilo de manzanas podría costar casi como el caviar.

Y si no, echen un vistazo a la siguiente lista que proporciona AGA. En España, la polinización de las abejas permite que tengamos almendras, melocotones, cerezas, ciruelas, manzanas y peras; también hacen posible la alfalfa y el trébol; frutas como melones, pepinos, calabazas, calabacines y berenjenas, las fresas, frambuesas, las zarzamoras y el tomate. A las abejas le debemos los espárragos, el aceite de colza o de girasol, fibras textiles como el lino o el algodón. La vid depende parcialmente de la labor de las abejas –y con ella, la producción de vino y mosto.

En la película Cuando El destino nos alcance –rodada en 1972–, un envejecido Edward G. Robinson le cuenta a Charlton Heston cómo era el mundo que él conoció antes de que la contaminación lo destruyera. Son dos hombres sudorosos y sucios, hacinados en un pequeño apartamento, delante de una mesa, que apenas tienen que comer. Los guionistas podrían haber encontrado razones para este escenario posapocalíptico en la progresiva desaparición de las abejas, precisamente por culpa de la contaminación. En un mundo sin abejas serían impensables las almendras, los cítricos, los aguacates, los berros…

El filme –que no hace mención alguna a las abejas– encaja como un guante en un mundo desprovisto de ellas. “Más del 80% de las plantas con flores son polinizadas por animales”, remarca Carlo Polidori. “Y más del 30% de las plantas de cultivo y frutas dependen de la polinización por parte de las abejas”.

Y si bien hay especies de abejas silvestres y abejorros que hacen un trabajo muy importante –pudiendo ser en algunos cultivos hasta más efectivo que el realizado por las abejas de la miel–, el carácter todoterreno de estos animales colectivos les convierte en la especie de insecto que más importancia económica tiene para el hombre.

Hay otro título singular, El incidente (2008), realizado por M. Night Shyamalan poco más de un año después del hallazgo de Hackenberg. En este filme, Mark Wahlberg se hace eco del descubrimiento de David Hackenberg (sin mencionar el nombre) ante sus alumnos. “No sé si conocéis este artículo de The New York Times. Al parecer, las abejas están desapareciendo por todo el país. Decenas de millones”. Wahlberg les pregunta en ese momento a los estudiantes si tienen alguna idea de los motivos que habría detrás de este fenómeno. En esa clase, los alumnos citan el calentamiento global, el aumento de temperatura como factor de desorientación de los insectos; la contaminación como una causa genérica; una infección por un virus, aunque poco probable, ya que el fenómeno se está reproduciendo en 24 Estados; hasta que uno responde: “Nunca lo llegaremos a comprender”

En cierto modo, la incógnita que rodea a este misterio guarda bastante fidelidad con la ficción cinematográfica. Meses después de lo ocurrido con las colmenas de Hackenberg, los investigadores catalogaron el fenómeno como “colapso desordenado de la colonia” (CCD, siglas en inglés de colony collapse disorder). Cinco años después, los interrogantes persisten. Los investigadores han indagado como si fueran forenses científicos en busca de cadáveres que examinar; han realizado autopsias en los animales en busca de parásitos, virus y rastros de insecticidas; han examinado la capacidad reproductora de las abejas madre, y han realizado un sinfín de estudios de toxicidad buscando restos de pesticidas en los granos de polen.

Hasta el momento, no han encontrado a un solo culpable, pero sí muchas pistas, y todas inquietantes. Los inmensos campos de monocultivos que sostienen la agricultura mundial son un festín continuo para legiones enteras de insectos devoradores. La única manera de mantenerlos a raya es rociándolos con nuevas fórmulas de plaguicidas e insecticidas cada vez más letales. Y estas sustancias tóxicas podrían alterar el comportamiento y el sistema nervioso de las abejas. En concreto, un tipo de pesticidas sintéticos –llamados neonicotinoides– atacan los centros del sistema nervioso de los insectos. Cuando las abejas obreras salen para recoger el néctar, entran en contacto con estas sustancias, que alteran su sistema nervioso. Los animales, desorientados, no encuentran el camino de vuelta hacia la colmena –situado a kilómetros de distancia– y mueren lejos. Esto podría explicar el hecho de que los investigadores suelen encontrar los paneles casi vacíos sin cuerpos a su alrededor.

Para Asorey, secretario de la AGA, “la puesta en el mercado de estos pesticidas neurotóxicos y sistémicos coincide con las pérdidas registradas de hasta un 40%”. Si la legión de obreras que parten para recolectar polen no regresa, la colmena no dispone de suficientes individuos y está condenada irremisiblemente a morir.

Los pesticidas podrían tener otro efecto devastador. Debilitan a las abejas y las hace más susceptibles al contagio de patógenos y virus, asegura Polidori. Un tipo de ácaro, el Varroa destructor, “es capaz de destrozar una colonia entera”. Estos ácaros se pegan al cuerpo de las obreras y transmiten un virus letal que deforma el abdomen y las alas de los animales. Con defensas débiles, estos insectos sucumben también ante un parásito unicelular llamado Nosema, que produce esporas que los infectan. Una de las características de la enfermedad radica en un cambio de comportamiento. Las abejas jóvenes que cuidan de las crías de la colmena y que resultan afectadas por el parásito dejan su labor como enfermeras y se convierten en guardianas de la colmena, o en abejas obreras que salen para alimentarse. Al cambiar el ciclo, las crías se quedan desguarnecidas y mueren. La comunidad empieza a derrumbarse desde dentro.

Los apicultores en todo el mundo se enfrentan a un nuevo reto. En Estados Unidos, la cría de abejas se ha transformado en un negocio en el que centenares de miles de colmenas son transportadas a lo largo y ancho del país. Uno de los acontecimientos del año es la polinización de los cultivos de almendros en California. Los apicultores llegan con sus grandes camiones, rocían de antibióticos los panales para mantenerlos libres de enfermedades y alimentan a las abejas con sirope de glucosa. Ante la pérdida de animales, se han llegado a importar abejas desde Australia para mantener la industria de la almendra californiana. Los insectos llegaban a bordo de aviones Boeing 747.

El doctor Eric Mussen, del departamento de entomología de la Universidad de California en Davis (Estados Unidos), es a la vez un académico y un experto apicultor, el puente ideal entre la ciencia entomológica y el mundo real, en el que los apicultores han domesticado y criado a las abejas desde hace siglos. “Cada país es diferente, pero los apicultores están teniendo dificultades para mantener el número de las abejas de sus colonias”, admite Mussen al otro lado del teléfono.

En Estados Unidos, asegura, la mayoría de los apicultores está alejándose de la agricultura comercial masiva. El mensaje de sus colegas orgánicos ha calado, al menos en lo que respecta al manejo de los animales. No hace mucho se acarreaban los panales en vagones junto con caballos, o en camiones mal acondicionados. Pero ahora las colmenas viajan en tráileres preparados con suspensión neumática. Según Mussen, estos largos desplazamientos no suponen un gran problema para los animales, ya que en apenas un par de días se adaptan al lugar y al cambio de horario.

Las importaciones de abejas de otros países también se han suspendido en Estados Unidos por el temor a que con ellas lleguen nuevas enfermedades. Mussen nos advierte de que el porcentaje de pérdidas en la actualidad –entre el 15% y el 20%– es una media estadística, aunque en el caso de algunos apicultores se eleva al 50% e incluso al 80%.

El problema esencial para las abejas, explica Mussen, es conseguir una buena nutrición. Las obreras deben salir para recolectar alimento, polen y néctar de buena calidad. De ellas depende una colmena de miles de individuos a los que tienen que alimentar de manera incansable. Los monocultivos ganan cada vez más terreno, ya que sostienen una agricultura masiva necesaria para alimentar a millones y millones de personas. Para las abejas, este efecto es devastador. Es como si, para los seres humanos, los campos cultivables en todo el planeta se fueran convirtiendo en desiertos de arena.

Una colmena al lado de una gran plantación de maíz está casi condenada a muerte, por ejemplo. Los insectos no encuentran alimento y además se impregnan de insecticidas. La malnutrición afecta a sus defensas y a los sistemas para desintoxicarse. Se hacen más débiles frente a agresores como el ácaro Varroa, detalla Mussen. Para evitarlo, los apicultores suelen rociar las colmenas con sustancias antiparasitarias para mantener lo más baja posible la población de ácaros. Pero muchas veces es como añadir gasolina al fuego. “Con ello aportan otra sustancia química a la cual tiene que enfrentarse el sistema de desintoxicación de la abeja”, que de por sí ya está debilitado. Y los ácaros también contagian los virus, tanto a las larvas como a los individuos adultos.

Los perjuicios que sufren las colonias tienen orígenes distintos –ácaros, los virus que portan, la falta de alimento y las enfermedades importadas de otras abejas–, pero cuando se combinan es como si la comunidad sufriera un ataque multidimensional cuyo efecto se va multiplicando a medida que las defensas de las abejas disminuyen. Los obstáculos se superponen. Este es el punto clave, nos dice Mussen. En una situación de equilibrio, las defensas naturales de las abejas mantienen a raya a los ácaros y a las enfermedades. Pero ahora hay graves agujeros en esas barreras defensivas. La presencia de parásitos en las colmenas es cada vez mayor. Hay una incógnita sobre quién ganará finalmente la batalla, si las abejas o sus enemigos, y todo dependerá de si las defensas se derrumban o no. Por ahora, parece que los parásitos llevan ventaja.

Los pesticidas neonicotinoides son solo una parte del problema, asegura este experto. Ya que en los análisis realizados a los granos de polen se ha observado que “están contaminados por todo tipo de pesticidas y residuos”. La Unión Europea se dispone a restringir el uso de estos pesticidas sintéticos, pero eso significaría colocar en los cultivos otros pesticidas orgánicos igualmente dañinos. Para Carlo Polidori, las abejas nos están mandando un mensaje que recuerda nuestra estupidez. “Sabemos que estos insectos son indispensables para la subsistencia del género humano, pero durante décadas nos hemos dedicado a rociar los campos con plaguicidas. Las abejas nos recuerdan que siempre llegamos tarde”.

¿Qué opciones pueden ofrecer las investigaciones? Quizá podríamos recurrir a otros polinizadores distintos de las abejas de la miel. Existen especies de abejas silvestres que ahora no están domesticadas por el hombre, pero que podrían cultivarse en el futuro para hacer un magnífico trabajo de fertilización. Polidori cita experimentos en los que abejas del género Osmia resultan prometedoras para polinizar almendros y manzanos en España.

A pesar de la gravedad de la situación, Eric Mussen mantiene una visión optimista sobre estos maravillosos insectos. “Las abejas llevan existiendo desde los tiempos de los dinosaurios y las glaciaciones, han sobrevivido a todo eso, así que creo que también van a sobrevivir a los humanos”. Si los apicultores no pueden finalmente mantener los números de abejas en sus colmenas para sostener la polinización comercial, el mundo cambiará. Pero lo haría de forma gradual, con una escasez desigual en la producción de frutas y verduras dependiendo del lugar y de la presencia o no de otros insectos polinizadores. Y, sin duda, con el tiempo las frutas y verduras se convertirían en un manjar al alcance de los más ricos. “Será un proceso lento. No pasaremos de inmediato de la luz a la oscuridad”.