09/02/15
Savia nueva en el campo
Debajo de todo gran caudal siempre discurre una corriente subterránea. Las cifras básicas de la agricultura en España dejan una tierra herida. La renta agraria cayó un 7,1% el año pasado y los precios del suelo de labor tienen su propia idiosincrasia. De los números elevados que se manejan en algunas zonas y cultivos (en Ribera de Duero el valor de una hectárea de viñas oscila entre 30.000 y 70.000 euros y en Toro va de los 20.000 a los 30.000 euros) a la, auténtica, fotografía general. El coste medio de una hectárea rústica en 2013 fue de 9.633 euros. Más o menos lo mismo que los últimos tres años. “Las fincas de labor mantienen su precio porque es el agricultor el que las compra para trabajarlas con su familia. Es lo único que se vende”, describe Antonio Ojeda, del intermediario Inmancha. Con unos precios planos en secano y regadío, el campo sufre.
Sin embargo, esta misma tierra, históricamente cultivada por personas envejecidas y demasiado dependiente de las subvenciones públicas, ha encontrado una nueva savia que circula en dos direcciones. Jóvenes urbanitas que buscan en el campo una salida frente al paro y, también, otros jóvenes, los de los propios pueblos, que toman el relevo de sus padres y deciden quedarse en vez de marchar. Gustavo Duch, experto en soberanía alimentaria, asegura, ante la pujanza del movimiento, que estamos frente a una “(re) vuelta al campo”.
¿Pero cómo ponerle números a un sentimiento? Fernando Fernández, miembro de la ONG Mundubat, sostiene que entre 2012 y 2014 aumentó un 69% la petición de ayudas de incorporación al campo por parte de jóvenes en comparación al periodo precedente. Es un porcentaje alto, pero que todavía no se deja sentir en las cifras de ocupación agraria del Instituto Nacional de Estadística (INE), que para los chicos de entre 20 y 24 años se mantiene estable en algo más 36.000 personas. Aun así, Fernández ha trazado su particular topografía de quiénes regresan a la tierra. Jóvenes urbanos con una formación académica elevada (40%); hijos de agricultores que deciden explotar la unidad productiva de sus padres (40%), algo que antes no hubieran hecho; y chicos que se marcharon del medio rural a la ciudad y estos días vuelven convencidos de que ahí hallarán más calidad de vida (20%).
“El movimiento es real, necesario e imparable”, relata Jeromo Martín, un agricultor de las tierras altas y frías de Palencia. “Es una tendencia global que va más allá de la crisis y en la que hay jóvenes universitarios sin trabajo pero también personas que sienten, sin idealizar el campo, la necesidad del reencuentro con la tierra”.
Este viaje lo han emprendido dos jóvenes ingenieros, Pablo Martínez, 30 años, y Rubén Iglesias, 29. Su proyecto se llama Huerta Madre Vieja y es una respuesta que surge en 2010 ante “la falta de perspectivas laborales”, recuerda Martínez. A partir de unos terrenos (cinco hectáreas) familiares en Ciempozuelos (Madrid) se han lanzado a cultivar hortalizas. Lo interesante de este cultivo es que “con poca inversión puedes generar un par de sueldos”. Aunque no lo ven como un negocio. Al contrario. “La agricultura es una herramienta política de cambio”, aseguran estos emprendedores.
Esa misma energía de transformación inspira el proyecto La Revolica. En predios murcianos, en Puente Tocinos, Adrián Ballester, 32 años, y sus socios, se han decidido por un policultivo de temporada en el que mandan la verdura y los frutales. Para ellos han utilizado unos terrenos cedidos (6.000 metros cuadrados) y otros (7.000 metros cuadrados) en arrendamiento social. Y esa mirada hacia su comunidad lo impregna todo. “Comercializamos los productos al precio más bajo que podemos; queremos que lleguen al mayor número de personas”. Al fin y de cuentas, como reconoce Ballester, “el proyecto surgió después del 15M y bebe de su energía”.
Porque este retorno a la tierra tiene unas señas de identidad distintas de lo que habíamos visto hasta ahora. No es solo ese agricultor neorural con propuestas gourmet, también hay, un perfil profesional preocupado por recuperar las tierras familiares que dejaron de explotarse un día y que busca unos circuitos de comercialización alternativos para sus productos.
“No piensan en exportar o en los grandes mercados (Mercamadrid, Mercabarna, Mercavalencia), prefieren la venta directa en el espacio local y a través de grupos de consumo. Y, desde luego, no desdeñan Internet”, desgrana Patricia Dopazo, de la revista Soberanía Alimentaria.
La otra cara de esa interpretación —igual de reveladora— la explica todo ese universo cada vez más presente de lo ecológico y lo biodinámico. Myriam Beltrá (36 años) trabajaba en el mundo de la arquitectura. En la dirección y diseño de obras. Llegó la crisis y la construcción casi desapareció. Había que reinventarse. Su familia tenía unas tierras en el campo de Elche (Alicante) y, “por qué no intentarlo”, admite Beltrá. Asistió a varios cursos y le convenció la propuesta ecológica y biodinámica. Y junto a su actual pareja, Vicente Bordera, se lanzaron. Hoy cultivan 1,1 hectáreas de frutales y casi otra de huerto. Además, ha creado en una casona del siglo XVII la iniciativa CultivArte, que recupera saberes antiguos: cómo podar un árbol o elaborar masa madre de pan.
Precisamente el tiempo es uno de los elementos con los que Miguel Ángel Martínez, 29 años, quien ha llegado a la viña a través de la Formación Profesional (FP), moldea su presencia en la agricultura. Ha recuperado un vino dulce que se elaboraba en la Rioja, el “supurao”. Una uva que antiguamente se pasificaba en pajares y que con el paso de los meses superaba su mosto. De ahí su nombre. Pues bien, partiendo de unas cepas (ocho hectáreas) que su familia conservaba en Sojuela (La Rioja) ha vuelto a producir “supurao”. Unos 4.000 kilos de uva que se transforman en 2.000 botellas. Su primera añada fue en 2009. “Ahora que los políticos insisten en que los jóvenes debemos de emprender”, narra, con una sonrisa, Martínez, “me pregunté: ¿Por qué no recuperar la tradición?”. Esa misma mirada es la que ha llevado a Gemma Flores, 29 años, doctorada en psicología social, y a sus dos socios, a crear en Santa Coloma de Queralt (Tarragona) la cooperativa L'Aresta, que ya elabora 200 panes artesanales a la semana a partir de variedades olvidadas de cereales autóctonos como la espelta o la xeixa.
Al final todas estas historias y este retorno al campo, ya sea por cualquiera de las dos vías, es el reflejo de un tiempo nuevo. Al menos así lo cree Gustavo Duch. Esta vuelta a la tierra supone “reducir el consumismo con iniciativas aprendidas de la sana sobriedad rural; desdibujar economías de crecimiento perpetuo con otras que son virtuosos círculos inagotables; olvidar negocios especulativos frente a proyectos verdaderamente productivos y necesarios —como todo el sector primario—; y romper con el paro, porque es imposible estar parado con tanto por hacer”.