CHIL.org

La tierra del vino

Castilla-La Mancha huele a vino. El olor que emana de las monstruosas cubas de acero de las cooperativas vinícolas, de las bodegas manchegas que custodian los barriles donde reposa la uva, da cuenta de la sangre que nutre esta tierra. La región se ha convertido en el viñedo más grande del mundo, con 437.000 hectáreas, y en la reserva de Europa: es la comunidad española que más vino exporta –22% del total nacional–, según el Informe de Comercio Exterior de Castilla-La Mancha. La inmensa mayoría sale en camiones cisterna, pero en los últimos 15 años la uva tradicional, la garnacha, ha dejado paso a denominaciones de origen, bodegas de prestigio y premios internacionales, gracias a la modernización del campo y a una elaboración más cuidada. Precisamente esta ambivalencia es el eje de una polémica por estos pagos: la etiqueta del granel y las diferencias en el sector lastran la explosión de un mercado en ebullición.

Carlos Falcó pasea tocado con gorra campestre entre la hierba alta que mulle sus viñedos mientras cuenta por qué no aran la tierra: “Así elaboramos un vino biodinámico, un paso más allá de lo ecológico”. Cardos floridos y margaritas silvestres suman sabores a la materia prima. Hace 41 años plantó la primera cepa. Era de uva cabernet. Importada desde Francia, la trajo oculta entre manzanos. “El régimen de Franco solo permitía denominaciones autóctonas, así que era ilegal que otras uvas cruzasen la frontera”, rememora Falcó. Ingeniero agrónomo por vocación, a los 15 años declaró a su abuelo sus intenciones de elaborar vino en la finca familiar. Entre campos toledanos moteados por olivos y amapolas se erige la finca de Pagos de Familia Marqués de Griñón, una extensión vinculada a su familia desde 1292. La denominación de Valdepusa, bajo la que se etiquetan sus vinos, fue la primera de terruño en España y hoy exporta a todo el mundo. Falcó se define como un pionero: “Traje el sistema de riego por goteo, lo importé de Israel. En su momento me multaron por ponerlo y hoy la mayoría de agricultores lo usan”.

n sus bodegas se elaboran vinos de alto nivel fruto del matrimonio entre la tradición y la tecnología. La cepa está controlada con sensores que miden el nivel de agua de la planta o el diámetro del tallo. “Es el Silicon Valley del viñedo”, bromea. El resultado son 300.000 botellas de vino que cada año salen de las barricas de roble francés. Aletargadas en la bodega durante más de un año, esperan pacientes a 14 grados. La botella más cara cuesta 160 euros en tienda y se llama AAA. “En honor a mis tres hijas, que llevan esta letra en el nombre”. La más económica se puede comprar por 10 euros. Su nombre es Caliza, por la roca que compone el subsuelo de la zona y que funciona como filtro natural del agua. El marqués se muestra orgulloso ante su viñedo. También lanza una advertencia a quienes pueden amenazar el prestigio de su marca como vino de La Mancha: “La región ha hecho un esfuerzo enorme por mejorar la calidad, pero tenemos un gran problema: el granel. Hay que acabar con él”.

Algunos vinicultores han dado el salto de la tinaja de barro a los depósitos industriales de 50.000 litros con un paso de gigante. La cooperativa Virgen de las Viñas, la más grande de Europa y “quizá del mundo”, como advierte su presidente, Rafael Torres, es un ejemplo. En su planta de Tomelloso (Ciudad Real) conserva el lagar que se construyó en 1961, con la fundación de la sociedad. Aquel año “entraron 17 agricultores con 300.000 kilos de uva, al año siguiente fueron seis millones de kilos. Ahora la cosecha media es de 200 millones”, enumera este médico de profesión que lleva 16 años al frente de la cooperativa. Su abuelo era vinicultor. Su padre, también. Él ahora gestiona el viñedo de 3.000 socios. Las familias que dependen directamente del vino en Castilla-La Mancha rondan las 7.000. Hasta esta planta de Tomelloso traen sus uvas agricultores como Lorenzo Olmedo. Lleva 62 años de sol impresos en la cara. “Toda la vida” dedicado al campo, a sus 22 hectáreas. Un terreno que trabaja con la única ayuda de sus agrietadas manos y una máquina: “La compré hace dos o tres años. Yo podo, recojo…, me apaño solo”. Olmedo arroja en la mirada el cansancio de los años. Llegó tarde a la mecanización del trabajo, como muchos agricultores manchegos cuya explotación minifundista puede controlarse con uno o dos trabajadores.

Al otro lado están las grandes extensiones, tierras de color oro y arcilla que peinan los campos. Viñedos como los de Vicente Gallego, 320 hectáreas que necesitan 50 pares de manos para dar fruto. “Soy la tercera generación de la familia dedicada al vino”, cuenta este joven de 35 años. La americana azul y los zapatos impecables le delatan: “Nosotros ya no trabajamos la tierra, tenemos a gente contratada”. Olmedo y Gallego son los extremos de las desigualdades del sector, producen cantidades de uva muy diferentes, pero ambos la traen a la cooperativa Virgen de las Viñas. “De otra manera sería imposible comercializarlo, con todos los controles sanitarios y los costes de producción…, muchas bodegas han cerrado porque no pudieron asumir los cambios del mercado”, explican ambos. Los agricultores ven en las asociaciones el único modo de dar salida a su producto, que se vende casi en su totalidad (90%) a granel y a otros países de Europa. “Quieren nuestros vinos porque la relación calidad-precio es excelente”, dice Torres. En los últimos años también han empezado a embotellar hasta llegar casi al 10% de la producción. El presidente presume de los premios que han logrado gracias al esfuerzo que han hecho para formar a agricultores, agrónomos y enólogos con los cursos que imparten en la propia cooperativa.

Falcó tiene otro punto de vista. El marqués de Griñón prepara una propuesta que quiere presentar ante el Gobierno nacional y regional para poner fin a lo que considera un comercio “subdesarrollado”. “Estamos vendiendo materia prima como un país africano. Comercializar un producto procesado le añade valor y ayuda a crear empleo”, defiende frente a una copa de vino en el gran comedor de la bodega que se encuentra en su finca. Su intención es conseguir que se limite la producción desde el viñedo. Falcó considera que “hay que aspirar a la excelencia, los vinos de una misma región no pueden ser tan dispares en su calidad y precio porque juega en contra de todos”. Para los agricultores, poner cauces a un río en pleno crecimiento parece inconcebible. El sol perpetuo y la falta de agua fecundan sus viñedos, que paren, de manera desmesurada, racimos de uva que adornan las viñas como pendientes verdes y morados. Su fortaleza supone también su punto débil. En 2014 una cosecha excepcional multiplicó el producto y aplastó los precios. “Pero ¿quién me garantiza que si limito el rendimiento voy a cubrir costes?”, se preguntan.

El despegue empezó cuando España entró en la Unión Europea. Las ayudas para la modernización del campo que se dieron entonces dan su fruto hoy. “El problema es que el desarrollo ha sido desmesurado y desequilibrado”, sentencia Domingo, gerente de la bodega Megía e hijos, en Valdepeñas, una de las denominaciones manchegas más reconocidas. Su familia continúa utilizando una cueva excavada en la piedra, en la que la bajada de temperatura de unos 10 grados sorprende como un golpe, para envejecer el vino. Es de las que lo elaboran “con mimo”, que dicen aquí. Su trabajo se parece al que se realiza en la bodega de Falcó: la vendimia se hace a mano, los varietales autóctonos como el airén conviven con otros importados de calidad… Pero Megía no se puede comparar con la marca Marqués de Griñón, ni tampoco con las gigantescas cooperativas: “Hay dos o tres grandes grupos que lo copan todo, el resto no pintamos nada”.

A tan solo 10 minutos en coche de la bodega de Megía, se alza Félix Solís Avantis, el mayor holding de la denominación de Valdepeñas y el molino de viento con el que Megía debe competir. La compañía ejemplifica la magnificación que han vivido algunas empresas en poco tiempo. Félix Solís, padre de los actuales propietarios, se inició en la andadura del vino en 1952 con una pequeña bodega. “Nos empezaron a hacer encargos y poco después repartíamos vino en 18 furgonetas para toda España”, recuerda el hijo de Solís, actual presidente de la compañía. Hoy tiene mil referencias en el mercado, seis bodegas en España y filiales en siete países, además de una bodega propia en Shanghái. En 2014 facturó 250 millones de euros, un 1,5% más que el año anterior. La cifra se opone a los datos nacionales, que bajaron respecto a la recaudación.

Al contrario que otras voces, Solís no cree que el sector deba unificarse ni que el granel tenga que desaparecer: “No seríamos competitivos, no solamente frente a otros vinos españoles sino en el mundo entero. Lo que necesitamos es invertir en marketing”. Una demanda que también resuena en el discurso del presidente de la cooperativa Virgen de las Viñas, de sus agricultores, de Megía e incluso de Falcó: “Nos falta marca, nos falta promoción”.

En esto último parecen todos de acuerdo. Los productores culpabilizan a las instituciones de la falta de apoyo a un producto icónico español, mientras que el sector crece como un gigante que todos alimentan y contra el que combaten. Todos se enfrentan a un enemigo común: el consumo interno baja cada año –desde 2000 hasta 2012 descendió un 34%, según la Organización Internacional del Vino–. La cerveza ha devorado la parte del mercado más importante para cualquier producto: los nuevos consumidores. Como concluye Solís: “Nos hemos olvidado de los jóvenes”.